Erase un jueves como cada cuatro veces por mes, en el que la luna presagiaba sequía y cobijaba con recelo el calor de la tierra. Era un pueblo cualquiera en donde las almas en pena, eran cosa de espanto y se decía que vagaban por las calles solitarias; justo en la esquina a la que le faltaba un nombre pero era conocida aquí y allá, se reunía puntal al fulgor lunar el hombre más solitario del lugar.
Siempre se sentaba bajo el mismo almendro que le ayudaba a mantener el anonimato, llevaba consigo la misma camisa amarillenta, y siempre el mismo pantalón azul de rayas que tenía un orificio justo bajo la pretina y que lo obligaba a mostrar un poco de piel quizás de algún rasguñon repentino. Era un hombre de buen ver a pesar de su ropa, tenía las facciones aguileñas y el color de piel de un señorito de tierras lejanas, la barba remarcaba los años pero sus ojos mostraban inocencia y premura, siempre reía con bullicio sordo y bailaba, amenizaba cada situación con cualquier persona que pasase por el almendro, se movía con gracia y a todas luces buscaba llamar la atención de quienes le rodeaban, nunca era más feliz que cuando le miraban y aplaudían, casi me recuerda a un cierto vanidoso de un libro que no es para niños.
Sin embargo, algo pasaba cuando sus espectadores se alejaban de su espectáculo, él seguía saltando y riendo a carcajadas pero la mirada era diferente, algo cambiaba cuando se quedaba solo. Yo que lo veía a distancia me permití acercarme una vez y me aleje en cuanto el escalofrio me hizo darme cuenta, que de cerca incluso llegaba a ser grotesco y vulgar toda su fanfarronería. Era triste verlo moverse en el mismo sitio, de un lado para otro, como un árbol que mueve sus ramas sin poder dominar sus raíces, esas que lo mantienen atado a jamás dejar ese lugar tan triste y miserable.
No voy a negar que era divertido cuando el sol salía y se escondía bajo la sombra del almendro para atraer a mirones, pero al llegar la noche y perder a los fanáticos de su desgracia, cuando combinaba su soledad con aguas destiladas, parecía que todos sus demonios presagiaban tempestad a su paso, violento y reclamando a lo que se creía con derecho, a un poco de atención. Gritaba improperios y hablaba de un corazón herido... No puedo imaginarme que clase de amor tuvo que haberle hecho tanto mal para que se vengara de las almas transeúntes.
Eran muy pocos a quienes les dominaba aun el encanto del monstruo los jueves por la noche, algo pasaba ese día que hasta el aire se sentía más denso. Se le inyectaban de sangre los ojos y se notaba más nervioso de lo normal, sus manos temblaban al compás del deseo de un alma nueva, se confirmaba el encargo de algún señor oscuro por descarriar a cualquiera que pasara a su lado y no voy a negar, era un deseo inexplicable el querer comprobar que le pasaba a ese hombre y aunque eso te costara la vida...
De todas las doncellas y caballeros que vi pasar a su lado, fueron muy pocos los que salieron sin ninguna clase de mal, otros más pocos lograban sobrevivir compartiendo su pena, como alguna tristeza plasmada en el alma y muchos más se perdieron para siempre. No se les volvía a ver y era un misterio en el pueblo, tal vez algunas veces aparataban como burletas a quienes seguían con vida y eso no hacia suponer que él se los entregaba a la más oscura de las penas.
Aun no sabemos que pagaba.
A pesar de saber que era peligroso tenerle cerca, en el pueblo nadie nunca tuvo el valor de echarle, se mencionaba agua bendita, balas de plata y señales de cruz pero los años pasaron y nunca nadie se atrevió a recitar: Satanás vete de aquí...
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